“No desesperes nunca, jamás,
ni cuando estés en las peores condiciones,
porque de las nubes más negras,
cae el agua más limpia.”
Y llegó el día, uno de esos marcados a fuego en el calendario desde que recibieron la misiva cerrada con sello de lacre implorando la ayuda desinteresada de la Hermandad. El juramento procesado ante el Código de Caballería y sus Leyes les forzaba a respetar y proteger a los débiles, ser benevolentes con los desamparados y obrar siempre y en todo lugar como paladines de los justos ante cualquier abuso, atropello o maldad. Y esto fue así, de obligado cumplimiento durante siglos. Por ello aceptaron de buen grado el desafío. Parte leyenda, parte realidad.
La carta los convocaba a una cabalgada muy especial, como especiales eran en esta ocasión los necesitados por los que se demandaba ayuda y colaboración: niños. Niños a los que un pernicioso dragón proveniente de la constelación infernal de Cáncer vertió todo su mal, niños a los que con toda crueldad les robó la infancia, niños que por su corta edad debían estar jugando a guerreros y princesas con sus espadas y escudos de madera y sus coronas y adornos de flores pero que la mezquina enfermedad los tenía postrados en sus camastros sometidos a unos tratamientos costosos y de resultados inciertos. Niños que cuanto menos merecían que alguien les devolviera aunque fuera momentáneamente la sonrisa arrebatada y la ilusión de volver a soñar.
Porque un día sin una sonrisa es un día perdido y eso los Alazanes no lo iban a consentir. No, con los niños no. Por nada faltarían a la cita.
Durante semanas se prepararon a conciencia para tal evento. Cabalgaron sin apenas descanso y a galope brioso por la Vallobera, la senda de Goya, el Barranco de Torrecilla, los Montes de Peñaflor, el Alto del Campillo y por cuantas cumbres, crestas, montañas y caminos surgían a su paso, exprimiendo al máximo a sus monturas y con una motivación extra que los hacía crecerse ante cualquier adversidad.
Y ahora sí, llegó el día. Un convoy de carruajes y carromatos con sus pertinentes remolques fueron arribando sin cesar y en un constante goteo a la villa de Almudévar donde una vez allí se ubicaron por los diversos apeaderos colocados para tal menester. Como si de un ritual ceremonioso se tratara montaron con esmero y pulcritud las sillas, estribos, correajes, cinchos, cabezadas y embocaduras sobre los inquietos y exaltados corceles. Todo esto se unía a la impecable imagen que ofrecían los jinetes, minuciosamente acicalados y emperifollados. No era para menos, el acontecimiento así lo requería.
Un aura de sensaciones dispares se apoderó de ellos pues se solapaba la alegría, el entusiasmo, el júbilo y el alborozo con la incertidumbre, la duda y el recelo. Hubo quien, como Sir Mike Lion, comentó notar un curioso hormigueo similar al que se siente ante el inicio de un combate. No era el único. Para muchos era su primera gesta o torneo y lo trataban de disimular o lo sufrían en silencio. El síndrome de la almorrana.
Si bien la representación de los Alazanes fue numerosa no estaban todos los que eran o no eran todos los que estaban (nunca he sabido con certeza como es lo correcto). Algunos de los ilustres veteranos debieron permanecer custodiando las lindes de la antigua Caesaraugusta dando buena cuenta en Monzalbarba de un copioso festín para almorzar. Corren rumores de boca en boca que tras el paso por allí del Maestre Paskual, Lord David Pegasus y el Berserker vikingo Mamolar las patatas se marchitaron, las gallinas dejaron de poner huevos y los cerdos huyeron despavoridos siendo vistos por última vez en la cima del Moncayo. Ni el propio Atila habría originado tanta devastación.
Por el contrario, si que acudieron y se hicieron de notar algunos de los nuevos miembros reclutados como el noble Louis Ibercash quien a su tesón y fuerza de voluntad solo lo supera su entrañable y ocurrente buen humor y sus dotes con la pluma y el tintero como cronista.
Que decir también de ese peculiar binomio que forman Sir Charles Pee, quien tiene el honor de pertenecer al exiguo grupo de los escasos jinetes que portan la túnica sin relleno natural y que son capaces de respirar con la armadura ajustada. Y como no hay Quijote sin Sancho ni Rey Arturo sin Lancelot, junto a él siempre cabalga el alma libre llegado del Este Georgi Ivanov a quien los más carcamales intentan pulir con sus consejos de abuela y él, muy agradecido, costea tales enseñanzas con su continua y perenne risotada.
Otros que también les honraron con su compañía fue el herrero Arthur, un gentil artesano de diestras manos capaces de reparar cualquier pieza deteriorada de los accesorios de las monturas y carros y el infante de Cartago Nova Fran, descendiente seguro de Aníbal por su poderío demostrado, a quien pronto perderían de vista pues sus obligaciones laborales requerían de su presencia en la villa con prontitud.
Sin prisa se presentaron en el punto de salida para maravillarse con el espectáculo que se mostraba ante ellos. Centenares de caballeros, casi mil como después se comentaría, se habían presentado al llamamiento realizado por la comunidad Aspanoa quienes, con la colaboración de sus voluntarios, patrocinadores y gentes de bien de la población, habían organizado el evento minuciosa y magistralmente cuidando hasta el último detalle, recibiendo por ello todo tipo de merecidos elogios y sinceras alabanzas.
Desde las alturas y a vista de pájaro la imagen se asemejaba a la paleta de un pintor de óleo, pues no faltaba gama de color ni tonalidad por mostrar. Estandartes, blasones, cascos, yelmos, atavíos, capas y vestiduras variopintas formaban un paisaje multicolor para disfrutarlo con calma, minuto a minuto, segundo a segundo.
Tras unas breves palabras de los invitados de lujo se dio la salida y a partir de ahí fueron conscientes de la magnitud del número de presentes. Eran sobrepasados por ambos lados por jinetes desbocados pues la idea inicial de nuestros héroes era la trotar ligeramente al principio con el fin de reagrupar la partida en las primeras millas y cabalgar como uno sólo, como lo solían hacer habitualmente. Imposible, por más que lo intentaron no fueron capaces.
Algunos advirtieron al resto del nubarrón que los amenazaba por su izquierda pero tal vez por mandato de Neptuno, quien de forma solidaria quiso unirse a la fiesta, ésta fue disipándose hasta desaparecer por completo. Por algo es el dios de las nubes y la lluvia y no podía permitir que nada empañara la gesta de esta jornada, al menos nada de lo que estuviera en su mano. Pensaría acertadamente que ya tenían bastante con batallar con el terreno blando e incluso pegajoso con el que se toparon esporádicamente y que daba la impresión de querer agarrar a los caballos por las pezuñas y evitar así el avance de la tropa.
Acordaron esperarse en el primer avituallamiento y así lo hicieron. Tan sólo habían recorrido la cuarta parte de la correría pero devoraron las viandas disponibles como si hubieran cruzado sin descanso todo el Reino. Aunque desde ahí reiniciaron la marcha agrupados poco a poco se formaron dúos, tercetos e incluso a alguno no le quedó otra que cabalgar en solitario.
El hidalgo Fernán no tuvo excesiva fortuna a la hora de elegir acompañantes pues cuando el Mariscal Gocha y Sir Henry Quet marcaban un paso ligero, constante, machacón y sin pausa era como querer perseguir a una diligencia de seis potros jóvenes con un percherón medio cojo. Cierto es que tropezar dos veces con la misma piedra no es mala suerte: la primera puede serlo, la segunda es una decisión mal tomada. Ya había sufrido afrentas similares y aún así volvió a caer como un pardillo. Tan solo pudo cobrarse un respiro cuando el camino se elevaba mirando al cielo en las escasas pero bienvenidas cuestas. Allí el Mariscal pagó con creces los abusos gastronómicos de los días anteriores por tierras leonesas y gallegas, aunque en su favor hay que decir que al ritmo de “costillar, navajas, almejas … costillar, navajas, almejas …” coronó las cumbres con la dignidad necesaria.
Y ya sólo restaba el último arreón, ese que les llevaría al final del trayecto entre vítores y aplausos de los vecinos con la satisfacción del deber cumplido y el orgullo de haber colaborado con una causa justa. Ni más ni menos lo que les exigía su Juramento como Caballeros de la Noble Orden de los Alazanes. Tiempo hubo para recibir una dulce recompensa, pues los pasteleros se habían afanado en preparar las famosas trenzas de la localidad que junto a una naranja, frutos secos y botellín de agua completaron un zurrón espectacular para cada uno de los participantes.
Esta vez sí, reagrupados de nuevo y cada cual con el obsequio con el que los habían agasajado, compartieron anécdotas, aventuras y desventuras mientras daban buena cuenta de unas merecidas cervezas y brindaban por los que ocultan la tristeza, la desdicha y el dolor con una sonrisa. Porque ese fue el mejor de los premios: volver a ver sonreír a esos niños que, como los auténticos héroes que son, nos dan día a día una lección de lucha, constancia y superación.
Volveremos y te venceremos maldito Dragón.
“Atrévete a caminar, aunque sea descalzo,
a sonreír, aunque no tengas motivos,
y a ayudar a otros, aunque no te aplaudan”
AU
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